Prohibido sentir asco

«LA IDEA DE España no me interesa; es para fanáticos y semicuras. A mí me la sopla y me la suda». Era Savater en 2005; el primer intelectual de España amenazado de muerte por ser español expresándose en libertad. El suyo era un posicionamiento teórico sobre una crisis de conceptos que se puso de moda; un presidente llegó a discutir si gobernaba una nación o un vestuario. Thomas Bernhard directamente odiaba a su país. Un sentimiento tal que en su testamento lo desposesía de él: «Mi herencia literaria, incluidas cartas y notas, no pueden ser publicadas en Austria».

No sé en qué momento de la historia, y tampoco exactamente para quién, supuso un problema odiar a tu país, incluso darte asco pertenecer a él. En ciertas profesiones debería ser una obligación, desde luego mayor que la de salir envuelto en una bandera para decir que haber nacido en un sitio es lo más maravilloso que te ha pasado en la vida, y que amas sus ríos y sus mujeres, y que no hay como la cebolla de casa. Hay algo de cutrez ahí, una ramificación del nacionalismo, quizá la más exaltada, que defiende lo suyo no por diferente, sino por mejor. Por eso mi desconfianza hacia las multitudes unidas por el amor a la tierra, al paisaje y al orgullo de pertenecer a él; como pose artística ni digamos.

Albert Pla, del que esperaba un poco más («ser español me da asco, pero si además fuese gijonés sería el colmo»), sólo provocó a los sospechosos habituales; provocar, en un catalán, hace mucho que es otra cosa. Ni siquiera es necesario que te dé asco ser catalán, sino que no te dé asco no ser español, para que esa censura de Pla en Gijón se extienda a otros en toda Cataluña con la misma polémica pero con actores cambiados de ropas.

Este veto por parte de fanáticos y semicuras hace de España un país menor con su complejito folclórico de señor enfadado. Aquí por tradición han cabido todos, hasta los asqueados, no digamos los independentistas, que son los que mejor acomodo tienen. Ésa debe ser la distancia entre una democracia indiferente hacia las sensibilidades nacionales de cada uno a otra vigilante de las suyas, celosa de sus prácticas y sintiéndose ofendida permanentemente con tanto énfasis que no se sabe aún si quiere ser nación o ciudad pequeña.